Doscientos años más tarde, lo aldeano, lo miope, lo mal criado se repite. Lloramos a nuestra institucionalidad hecha añicos. Lloramos por nuestra recién nacida Constitución Política, violada una y otra vez. Lloramos por la honradez, la transparencia, la honestidad, flacas y enfermas. Lloramos por la seguridad de nuestros derechos, arrojada a las contaminadas aguas del Machángara. Lloramos por el constante hostigamiento presidencial a la prensa. Lloramos por el cinismo de las autoridades que establecen los intereses de la revolución como motivo supremo para interferir en las funciones del Estado, obrar a la sombra de la noche, sentar nuevos cánones de moralidad: no a los toros, no a los casinos, no a la bebida en los domingos, pero sí a la corrupción, la arbitrariedad, la manipulación de la pálida democracia incapaz de defenderse.
Lloramos lo aldeano del manejo de la economía, lloramos la ridiculez que exhiben nuestras autoridades en los foros internacionales. Lloramos lo aldeano de nuestra aldea restringida a modelos fracasados de barba senil, cáncer vulgarmente exhibido, y poncho engañoso, autoritario y contradictorio. Y nos peleamos entre nosotros, los ultrajados y ofendidos por una autoridad enloquecida a la que toleramos mansamente.
La celebración del 10 de agosto debe enseñarnos a no vivir de rodillas. Debe darnos valor para morir en pie.
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